Cuando el comienzo del año está en pleno funcionamiento y los objetivos a todos los niveles están sobre la mesa, me gustaría que todos (políticos, jerarquía religiosa, autoridades académicas, ciudadanos y ciudadanas), hiciéramos el ejercicio de educar nuestros oídos para escuchar los sentimientos de los hombres y mujeres que forman parte de nuestra sociedad y de nuestro mundo.
Hoy más que nunca debemos enseñar a escuchar a dialogar. Escuchar significar asumir interés por el otro, ponerse en el centro del diálogo, liberarse de prejuicios, observar con todos los sentidos, acoger la diversidad, leer detrás de las palabras, permitir al otro autoafirmarse, omitir el juicio moralizante.
Hoy nuestras autoridades políticas, religiosas, académicas, sociales y ciudadanía en general, parece que estamos necesitados de unas clases para aprender a escuchar y sentir la voz de aquellos que no son oídos en sus ámbitos.
Pero para aprender a escuchar y sentir a la persona que sufre, que no se conforma con esta forma de vivir, es necesario hacer silencio dentro de si, interesándose realmente por el otro, intentando comprender el sufrimiento de las palabras.
Este ejercicio de escuchar los sentimientos puede parecer un discurso blando, ya que, hoy lo que interesa son los discursos duros, los de la razón, los de la ciencia, los de la técnica, los de la economía, lo que realmente pueden cambiar el mundo. Parece que el imperio de la razón es la fuente de conocimientos más importante y la que realmente nos cambiará la sociedad.
Pero si escuchamos lo más profundo de nuestra sociedad puede dar paso a un particular tipo de inteligencia que podrá ser el motor de un proceso de humanización, sin miedo a leer en ella, el compromiso por denunciar las injusticias y los signos de deshumanización e insolidaridad y sin miedo a empeñarse por defender con intensidad un mundo más justo y humano.
No olvidemos que la inteligencia del ser, no solo la de la razón, debe estar presente en el diseño de programas sociales, políticos, religiosos y académicos.